Cómo borrar a las víctimas de femicidios vip

Distintos disfraces para la misma violencia

El paraíso de la vida en los barrios cerrados estalló otra vez con el femicidio de Silvia Saravia. ¿Quién? Silvia Saravia, la víctima de Jorge Neuss. La aclaración vale la pena porque tanto los medios de comunicación como el entorno de la familia tomaron una serie de decisiones que pusieron un manto de silencio en torno a su figura, la siguieron ligando a su victimario de manera llamativa aun después de muerta y se centraron en el personaje excéntrico de Neuss más que en el de femicida. Aún cuando el empresario hizo lo mismo que un importante número de femicidas, que como último gesto de exhibición de propiedad de “su mujer” la matan y luego se suicidan.

El femicidio viene a romper con la imagen bucólica del country. No se espera que delitos de esa gravedad y características ocurran en espacios erigidos para buscar la felicidad y separarse del resto de los mortales, del otro o del afuera que representan el peligro. Quizá por eso cuando la noticia nos asalta, empezamos a hacer asociaciones. La familiaridad nos remite a Nora Dalmasso y a Claudia Schaefer, apuñalada por su ex marido Fernando Farré en el mismo Martindale Country Club que Silvia Saravia, cinco años atrás. Y por qué no a María Marta García Belsunce, con quien Saravia compartió sus estudios de sociología.

No se esperan estos hechos, no porque no ocurran, sino porque el sentido común así lo dicta todavía, aunque la historia haya dado muestras de lo contrario. Por ejemplo, Felicitas Guerrero es una de las primeras víctimas de femicidio en la aristocracia en nuestro país. El femicida fue Enrique Ocampo, hombre de la “alta sociedad” que la asesinó en 1872. Los diarios de la época hablaron de “crimen pasional”. En la década del sesenta, el escritor Raúl Barón Biza, de una de las familias las más ricas de Córdoba, intentó matar a su esposa Clotilde arrojándole ácido en la cara. Luego se suicidó y años más tarde también se suicidaría ella. Todavía se habla de lo ocurrido como una historia de amor y de locura.

Esta vez no se habló de crimen de amor ni pasional. Hemos recorrido un largo camino para que en 2020 ya (casi) nadie use esa terminología para hablar de un homicidio por razones de género. Pero los medios de comunicación hegemónicos todavía siguen reproduciendo visibles formas de justificar o ningunear la violencia hacia las mujeres.

La noticia del femicidio de Saravia se conoció el sábado y pronto se instaló la idea de que se trató de un pacto suicida. Sin embargo con el correr de los días esa hipótesis se descartó y se afianzó la idea del femicidio seguido de suicidio. No es extraño que se quiera hacer pasar un femicidio por un suicidio de la víctima.

“A veces se habla con familiares que desconocían lo que pasaba porque en general esto no se da con testigos y también porque ahí juega la clase, si hubiera violencia es posible que no se denuncie, por una serie de pactos, por el prestigio hacia afuera que tienen determinadas familias”, explicó Andrea Gutiérrez, de la Colectiva de Intervención Ante las Violencias, un equipo interdisciplinario y feminista, formado por antropólogas, comunicadoras y politólogas, que intervienen en casos judiciales de violencias y búsqueda de personas aplicando técnicas de la antropología forense y de la ciencias sociales. Después de analizar causas desde 2012, Gutiérrez dice que lo que está naturalizado en nuestra sociedad es tratar de no dejar mal parado al femicida: “Por una cuestión de género (masculino) y en estos casos en general por el prestigio. O bien porque se cree la versión porque es la primera persona que recurre al hospital o a la policía, o porque la figura del posterior suicidio termina haciéndolo quedar como víctima (aunque en el 20 por ciento de los casos de femicidio el femicida se suicida)”.

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Esa primera hipótesis encierra un grado de ocultamiento que no pudo sostenerse en el tiempo. Sin embargo, la víctima quedó fijada a su victimario (“Saravia de Neuss”). La dependencia de las mujeres de sus maridos o parejas se da en todos los niveles sociales y culturales. En este caso es sintomático que aún después de haber sido asesinada siguiera ligada al hombre que le quitó la vida. Entre los cientos de obituarios que se publicaron, solo dos la tuvieron a ella como protagonista. Incluso en esos dos, no faltó el apellido de su marido. En todos los demás, aparecía él encabezando “Neuss, Silvia María Saravia de Neuss, Jorge”. “Es una metáfora muy fuerte, gráfica, material de lo que define a un femicidio. De este tipo de violencia extrema, de la distribución desigual de poder que implica; esta idea muy fuerte de la apropiación de los varones de la vida de las mujeres (sos mía y si te salís del orden, no me queda otra y te mato)”, comentó Valeria Fernández Hasan, investigadora del Conicet y docente de la Universidad Nacional de Cuyo, especialista en violencia de género.

“Uno de los aspectos más ominosos de este asesinato, además de su brutalidad, ha sido el tratamiento informativo que se ha dado a la noticia, la centralidad ubicua que el asesino ocupa dentro del relato y el desdén que se ha mostrado por la vida de la víctima, incidentalmente descrita como un apéndice mudo, adosado a la biografía de un acaudalado marido”, dijo la directora del Malba y amiga de la víctima, Gabriela Rangel, en una nota que se hizo viral y que recogió el enojo de otras amigas de Saravia.

El abordaje de los femicidios es motivo de replanteos constantes entre quienes trabajamos con perspectiva de género en los medios. Suele cuestionarse que se ponga a la víctima como centro y luego no se sepa nada acerca de los victimarios. Esta vez los medios de comunicación se centraron en él. “Se concentran en él pero no en la figura del femicida, sino de la del personaje. Como algo excéntrico, pintoresco, contando la historia del magnate, no en el marco de algo tan grave como es un femicidio. Todo lo hacen en el marco de una noticia que es un policial, descontextualizada de una situación que es política, que es social”, aclaró Hasan, que es doctora en Ciencias Sociales.


Hay una cuestión de clase que marca la diferencia. “No es tan común el femicidio en las clases altas y cuando los medios lo cubren no es igual a lo que hacen con lo que ocurre en las clases populares. Terminan siempre haciendo una cobertura más cuidadosa respecto de la víctima en el sentido de que el estereotipo se ratifica a sí mismo. Cuando es clase baja, siempre van en busca de alguna manera de justificar la muerte: la chica era problemática, salía, se lo había buscado, andaba en malas juntas, un conjunto de rasgos que culpabilizan y siempre con el foco puesto en la victima”, analizó. En el caso de las clases altas “no se sabe nada de la víctima, hay un silencio, en este caso es muy claro. Es un clásico de la cobertura policial –agregó–. Son casos que quedan sin resolver por largo tiempo, como el de Nora Dalmasso. Y finalmente se van diluyendo. Pero es muy difícil en las clases altas reconstruir las relaciones que había, cómo era esa vida cotidiana de la mujer violentada, hay un halo de misterio. Esa es la narrativa que se construye”.

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En ese sentido es que se habla de “la buena y la mala víctima”. Las buenas son de clase media y alta, y las malas de baja. Lo que se menciona acerca de “la buena” tiene que ver con “preservar su vida y ese preservar su vida tiene que ver con corresponderse con el molde tradicional, es la buena esposa. Lo que las amigas reconstruyen es que era amante del arte, tenía intereses solidarios, estaba interesada por la política, era una buena ciudadana, se juntaba con sus hijos. La buena madre, la buena amiga…

No está mal, es una buena víctima. Y hay muy poca fisura para entender cómo llega de repente a ser asesinada por su marido. No hay testimonios respecto de qué pasaba. En un country donde los vecinos se conocen entre todos”, aclaró Hasan. De las malas víctimas tenemos muchos testimonios. Recordemos el femicidio de Melina Romero, asesinada en 2014 y convertida en el prototipo del “ella se lo buscó” por haber dejado la escuela y frecuentar boliches. O en las mochileras mendocinas Marina Menegazzo y María José Coni, asesinadas en 2016 en Ecuador, convertidas en culpables por “andar solas”.

Es muy común que las víctimas de violencia de género sientan vergüenza de lo que les pasa. Casi tanto como que cuando deciden separarse, son asesinadas por quienes dicen amarlas. En círculos de gente acomodada la preocupación por guardar las formas, por el qué dirán, suele ser mayor. “Además, hay otro factor importante: en las clases populares y medias es un condicionante muy grande la dependencia económica. A veces pareciera que en las clases altas esto no sucedería, pero también ellas tienen grados importantes de dependencia. Son muchas las cosas que se ponen en juego en procesos de autonomía. Estas no son cosas que sean fácil de visibilizar. Son procesos largos. En general se necesita acompañamiento, empatía y no sabemos las condiciones en las que Saravia se encontraba”.

Que el femicidio haya ocurrido en un country suma una nota de color, como se dice en el periodismo, que lo hace atractivo. Que los protagonistas sean gente con prestigio económico y que pertenecen a un círculo exclusivo también. Que en el paraíso cerrado hayan entrado balas no deja de ser tentación para explotar el morbo en una sociedad que prefiere consumir casos policiales antes que leer que todo femicidio es parte de una lógica de control social sobre el cuerpo de las mujeres

Lo que hizo Neuss no es un caso aislado sino un discurso permanente que advierte lo que puede pasarles a las mujeres si no hacen lo que se espera de ellas. Según el último informe de La Casa del Encuentro, que se presentó el viernes, en lo que va de aislamiento preventivo hubo 150 femicidios en el país y en 22 casos el femicida se suicidó. No hubo círculo, ni clase, ni dinero que salvaran a Silvia Saravia de convertirse en una muerta más de esa larga lista. (Fuente: Sonia Santoro – Página 12)

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