Los miedos en la infancia

¿Por qué en la infancia son tan frecuentes y variados los miedos?


El miedo, el espanto, la sensación de pánico se dibujan como una respuesta a lo desconocido, como una sensación que aparece frente a algo supuestamente externo y que supone a la huida como solución.


Sin embargo, sabemos que lo externo, cuando cobra un lugar significativo y constante para un sujeto, es porque se relaciona con algo interior y en conexión con marcas de lo vivido. Las personas que trabajan con niños reciben la consulta frecuente por los miedos que ellos expresan a la oscuridad, monstruos, fantasmas, animales, a estar solos, a salir a la calle, al virus, a la pandemia, etc. Algunos de estos miedos son superados sin intervención de un profesional. Podríamos decir que en estos casos, ya sea por la presencia de adultos significativos y/o por un recorrido particular que el mismo niño realiza, se ha podido encontrar un soporte que haga de borde y contención al miedo y así elaborarlo. En otros casos, esa resolución no es posible, ya sea porque la causa del miedo se mantiene presente y/o porque los recursos afectivos, familiares, situacionales del niño frente a ella no son suficientes para tramitarla. En estos casos el miedo se torna constante e invariable en la vida del niño y requiere acompañamiento terapéutico para su cura. Llamamos fobia a un síntoma que se asocia al temor y rechazo a un determinado objeto, animal, lugar específico, etc. y que en su presencia produce angustia al sujeto. Este objeto rechazado, sin embargo, es el que le permite prevenirse de un angustia mayor, inespecífica y generalizada que surgiría si el miedo no se hubiera asociado a él.


 De tal forma, cuando esta asociación al objeto fóbico no se produce, la angustia es desmedida y provoca sensaciones de pánico, turbación, desamparo. Podemos ubicar que el miedo y las sensaciones asociadas no son el problema, sino solo su manifestación.


 La raíz del miedo es un conflicto inconsciente que surge a partir de que un elemento exterior despierta por asociación un trauma psíquico. En consecuencia, lo que requiere solución y elaboración es la causa inconsciente y no la solución manifiesta.

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Confundir la causa con la manifestación conduce a intentar modificar lo exterior del miedo con condicionamientos y guías de conducta a nivel de lo aparente y desatender aquello que realmente produce el sufrimiento y el síntoma. Cuando la causa no es abordada sino solo su presentación, el trauma inconsciente se mantiene y vuelve a manifestarse a través de otros medios. Entonces, ¿Qué nos enseñan los niños con sus miedos? 


Nos enseñan de la confrontación con algo que surge en su mundo y que ellos no pueden resolver y frente a esto aparece, como primera respuesta, la angustia. 


Freud escribe en relación al caso paradigmático sobre fobia en la infancia: “Juanito se niega a salir a la calle porque le dan miedo los caballos. Esta es la materia prima que se ofrece a nuestra investigación”, eleva así a la dignidad de una incógnita subjetiva una presentación afectiva en el niño. La operación freudiana implica transformar el fenómeno en un hecho articulado a la trama de vida de este niño y a sus respuestas defensivas. Así, restituye el lugar del saber al sujeto y otorga a la angustia un espacio de tramitación a través de la palabra. 

¿Cuál es la importancia de esta operación? La posición freudiana orienta una posición epistémica, política y ética en la clínica, ya que introduce la dimensión por la cual la angustia tiene una relación con quien la siente. Restituir el lugar del niño frente a su sufrimiento es la orientación psicoanalítica. 


El saber que tiene el niño no es de semblante, es un saber autentico, un saber respetado como el de un sujeto de pleno ejercicio y como tal, respetado en su conexión con el sufrimiento que lo envuelve, que lo anima, y que se confunde con él.


 En este marco, el trípode freudiano: inhibición, síntoma y angustia, retomado por Lacan en el Seminario de la Angustia, toma un lugar crucial para ubicar las coordenadas de la angustia en el mundo de hoy. La angustia no es una emoción, es un afecto sentido, una señal que se produce en el límite del yo cuando se ve amenazado por algo que no debe aparecer. Surge como correlativa de algo que en principio aparece sin sentido y sin embargo interpela al sujeto en su intimidad. Por esto tiene una vía equívoca, no logra interpretarse rápidamente, y se ve como un signo de displacer que es difícil de asociar a una causa y por esto la tendencia a la fuga. Sin embargo, aunque la causa no es dada al ser en su inmediatez, tiene estrecha relación con lo que él es. Así, este afecto (angustia) aparece desamarrado y va a la deriva, lo encontramos desplazado, loco, invertido, metabolizado; sin embargo, requiere una tramitación por la vía simbólica para desaparecer.
El estado angustiante surge cuando el sujeto se encuentra en una encrucijada y debe dar una respuesta que atañe a su ser. La respuesta como acto, que se asocia a un atravesamiento que conlleva una pérdida y también una ganancia. El rechazo actúa la pérdida y al límite produce un fenómeno de angustia generalizada. Y su no tramitación lleva a que en el mundo de hoy nos encontremos con personas que viven en una permanente fuga o recubriéndose con objetos o replegándose en inhibiciones para evitarlo que les retorna de aquello rechazado bajo la forma de la angustia.

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Si la angustia es lo que se manifiesta y lo que está reprimido son las huellas de la historia subjetiva que la originan, cobra un carácter fundamental el trabajo de elaboración de aquella causa traumática e inconsciente. Ubicar al miedo y la angustia en las coordenadas de vida de quien lo siente, pensar sobre aquello que lo causa y entender que una defensa, para ser levantada, primero tiene que dejar de ser necesaria, permite iniciar el camino hacia la salida. (Fuente: Ana Lucía Soler – El Tribuno Salta)

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