Villa, potrero, Cebollitas y Mundial juvenil: postales de cuando Dieguito se hizo Diego
«¿Quién es Maradona?», me pregunta un amigo de 8 años, casi 9. Y habiendo tantos y tantos Maradonas posibles, se me ocurre que mejor volver a los orígenes. Los orígenes del Mito Maradoniano, esa Era Dorada en la que todo parece impecable: primero en el potrero y con los Cebollitas, luego en Argentinos Juniors (para muchos «el mejor» Maradona) y, pronto, el pibe del sueño del pibe, como capitán del brillante plantel campeón mundial juvenil en Japón, en 1979.
Ese pibe villero tenía un sueño. Y ese pibe mamero, hincha de Boca pero también de Ricardo Enrique Bochini (su Maestro Yoda), era especial. Como dijo Cherquis Bialo, por entonces era cuidado mientras el también «cuidaba» a sus mayores: Don Diego, la Tota y posteriormente César Luis Menotti, al que reconoció como el mejor DT, gambeteando aduladores y parásitos que seguirán invocando su nombre en vano.
Cuando la Selección Argentina aún no había ganado ningún campeonato del mundo, Dieguito empezaba su raid mediático ante una cámara de TV (¿de dónde salió filmarlo a ese pibe?), anunciando desde el potrero un sueño profético: jugar en la selección y salir campeón de mundo. El poder de ese delirio infantil demuestra aquello de que el pensamiento se transforma en aquello que piensa.
El que es ajeno al demandante y absorbente mundo futbolero, cada cuatro años ve una decena de partidos y, fogoneado por la euforia de periodistas cuyas pretensiones son inversamente proporcionales a su experiencia en el juego, pretenden que «lo único que vale es ganar el Mundial», algo que estigmatizó a Messi y a su camada. Pero se podría prescindir de la postal de la Copa del Mundo de 1986 en México y Maradona seguiría siendo Maradona.
Y no sólo por el partido con los ingleses y sus connotaciones, y por ese segundo gol «soñado» (Maradona dixit), sino porque toda su vida fue una Obra Gigante, tan extrema en sus subidas como en sus caídas, en sus amores y odios, de las cimas de la desesperación al éxtasis y las epifanías colectivas y geopolíticas.
En el recientemente editado Bilardo-Menotti, la verdadera historia (de Cayetano y Néstor López), Maradona tomó partido en ese conflicto ético y estético, de una época en que la grieta era futbolera. Campeón mundial con ambos, Diego eligió al autor de Fútbol sin trampa como el mejor DT que tuvo, además el más formativo por haberse topado con él en sus primeros años de fútbol internacional; y así se distanció también de Carlos Salvador Bilardo, con quien salió campeón del mundo en 1986 y subcampéon en 1990.
En torno a la época del subcampeonato mundial, y mientras aparecían canciones «inspiradas» en su figura, como Dale alegría a mi corazón, de Fito Páez, el rock local también comenzó a tributarlo por su nombre: Morfi & Vinacho, la mítica banda de los hermanos Arizona, tocaba en sus shows Salta Dieguito. Después vendrían Manu Chao, Los Piojos, Las Pastillas del Abuelo.
Que Diego haya terminado su increíble (y onírica) trayectoria en Gimnasia & Esgrima de La Plata (club entrañable y popular de un siglo de vida, que aún no logró salir campeón) nos confirmó que «la pelota no se mancha». Ganar jugando bien. El fútbol que le gusta a la gente. El simbolismo es una ciencia exacta, y no es casual que el encargado de «bajarlo» al 10 en el segundo gol a Inglaterra en 1986 se llamara Terry Butcher, la palabra inglesa para «carnicero»: ese gol fue el arte redimiendo una carnicería, vía satelite.
Para mí, Maradona siempre será el autoproclamado «gordito» que le anunció tres goles al Loco Gatti (y le terminó haciendo cuatro) en una Bombonera que pronto se convertiría en su palacio y su segundo hogar. Por los goles a los ingleses, por ese pibe villero y por todo lo demás también, hoy, por una semana, por lo que haga falta: sacate el barbijo, llorá tranquilo, tranquila. El 2020 se acaba de resignificar, y ahora es el año de la muerte de Maradona: ¡Covid 19, la tenés adentro! (Fuente: Santiago Rial Ungaro/Página12)