Las personas travestis, transexuales y transgénero (en adelante, personas trans) son aquellas que no se sienten identificadas con el género que les fue asignado al momento de nacer. Portar una identidad trans implica dejar de ser considerado[1] un sujeto de derechos, ya que la mayoría de estas personas vive al margen de los mecanismos de protección de los Estados.
En Argentina, casi todas las personas trans viven en la pobreza y la indigencia. Muchas de ellas fueron expulsadas de sus hogares durante su juventud porque sus familias rechazan su identidad de género. Un informe elaborado por la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgénero de Argentina (ATTTA) y la Fundación Huésped, que releva datos de 452 mujeres trans y 46 hombres trans en siete regiones de Argentina, da cuenta de la alta incidencia de ideaciones suicidas en personas de este colectivo durante su adolescencia, lo que pone de manifiesto la ausencia de contención socio-familiar y de acceso a los servicios de salud mental que sufre este grupo.
La población trans es estructuralmente pobre porque se encuentra sistemáticamente excluida de los sistemas formales de educación, lo que la excluye de los mercados formales e informales de trabajo. Como consecuencia directa de este hecho, el 90% de las mujeres trans subsiste ejerciendo el trabajo sexual. Como trabajadoras sexuales, estas mujeres están predominantemente expuestas a la violencia masculina, que muchas veces toma la forma de violencia policial. Sometidas a tres dimensiones de opresión por su condición de mujeres, trabajadoras sexuales y trans, este colectivo tiene una esperanza de vida de entre 35 y 41 años.
Ante la histórica marginalización del colectivo trans por parte del Estado, a mediados de la década del 2000 comenzaron a surgir en Argentina organizaciones para defender sus derechos humanos, impulsar políticas públicas y reivindicarlas como sujetos de derechos frente a la sociedad y frente al Estado.
Uno de los hitos en la historia de la lucha de estas organizaciones ocurrió en 2012 con la sanción de la Ley 26.743 de Identidad de Género, que reconoce el derecho a la identidad de género, al libre desarrollo de la personalidad y al trato digno conforme a la identidad de género autopercibida (arts. 1° y 12).
La norma establece la posibilidad de rectificar registralmente el género, el nombre y la imagen en los instrumentos de identificación personal (i.e., partida de nacimiento y DNI) (arts. 3° a 10) con la sola petición de la persona interesada, sin necesidad de intervención judicial y sin acreditar intervención médica o psicológica alguna. Si bien la sanción de esta ley tuvo un impacto positivo sobre las condiciones de vida de las personas trans en Argentina, esta población aún está muy lejos de salir de las condiciones de pobreza y marginalidad a las que ha estado históricamente sometida.
Frente a la pandemia de Covid-19 y la imposición de una cuarentena obligatoria ordenada por el Gobierno Nacional, la situación de carencia y vulnerabilidad de esta población se profundiza. La obligatoriedad del distanciamiento social impide el acceso de la mayoría de las personas trans a su única fuente de ingreso, que es el trabajo sexual.
En este contexto, la comunidad trans ha respondido rápidamente a través de las organizaciones defensoras de sus derechos, que se ocuparon de reforzar las redes de contención y asistencia a sus miembros, en un intento de proveer apoyo económico y emocional. Las redes sociales y los medios de comunicación del movimiento feminista se están utilizando para informar sobre el estado de situación del colectivo y pedir ayuda a la población general.
Uno de los puntos focales de respuesta frente a esta crisis es el Bachillerato Popular Mocha Celis, un establecimiento de educación secundaria gratuito creado en 2011 con el objetivo de incluir a las personas trans en el derecho a la educación y prepararlas para insertarse en el mercado laboral.
El Bachillerato creó la iniciativa “Teje Solidario”, que identifica y difunde los lugares donde viven las personas trans en situación de emergencia, para que quienes viven en su vecindad puedan comprar alimentos, artículos de higiene personal y hogareña y medicamentos, y acercarlos hasta el domicilio de quienes los necesitan, dentro de un protocolo que respeta las normas de la cuarentena.
Esta iniciativa, que también contempla la construcción de vínculos afectivos para intentar preservar la salud mental de las personas trans durante la crisis, registró aproximadamente 500 pedidos de ayuda en Argentina durante la primera semana después de su creación. Debe señalarse que cada pedido de ayuda suele referirse a grupos de personas, no individuos, porque en general estas mujeres viven en grupos, hacinadas en pequeñas habitaciones en pensiones u hoteles clandestinos.
Vivir en contextos de hacinamiento también es una situación habitual para las personas trans cuando están privadas de su libertad. En las cárceles, estas personas suelen habitar celdas diseñadas para alojar a dos personas en las cuales conviven más de 10. Además, “(…) las mujeres trans están sobrerrepresentadas en las prisiones comparadas con otros grupos y son mucho más propensas a sufrir abusos y violencia tras las rejas que otras poblaciones”.
Un informe de la Asociación Civil OTRANS muestra que el 73% de las personas travestis y trans que habitan las cárceles de la Provincia de Buenos Aires padece algún tipo de enfermedad. A lo largo del país, este porcentaje es del 55%. La enfermedad más común entre ellas es el VIH-SIDA, una consecuencia del trabajo sexual que se ven forzadas a ejercer.
Cuando se dictó la cuarentena obligatoria, las visitas a las cárceles fueron suspendidas. La mayoría de las mujeres trans privadas de su libertad dependían de sus redes afectivas para recibir alimentos y medicamentos, y ahora es la comunidad trans, a través de las organizaciones representantes de sus derechos, quien se ha abocado a la tarea de recaudar donaciones y acercarlas a las cárceles.
La comunidad trans ha construido a lo largo del tiempo una red de organizaciones y personas dedicada a la autogestión de soluciones a sus necesidades más urgentes. Pero esta pandemia constituye un shock sistémico: no solo debilita a todos los nodos de la red, de modo que las necesidades superan con creces a la capacidad de ayuda, sino que también se ven imposibilitados de ayudar muchos miembros de la sociedad civil que también han sufrido una merma en sus ingresos. En este contexto, es necesaria una intervención pública para contener los efectos de la crisis.
Hasta el momento, el Estado ha respondido a la emergencia implementando una entrega de productos de la canasta básica alimentaria a personas trans, tanto a las que están en libertad como a las que están privadas de ella. También ha abierto la inscripción para personas trans al programa “Potenciar Trabajo”, que otorga a sus beneficiarios acceso a la finalización de sus estudios, formación en oficios y apoyo a emprendimientos en el marco de la Economía Popular.
Aunque las condiciones de vida de las personas trans ya eran frágiles antes de la pandemia, este shock puede tener consecuencias irreversibles sobre la integridad física y mental de esta población, coartando cualquier posibilidad de torcer el sendero de pobreza y marginalidad al que parece estar destinada. La asistencia provista por la comunidad trans a sus miembros no es suficiente y no existen recursos para sostenerla a lo largo del tiempo. La única manera de mejorar las condiciones de vida de esta población es implementar una intervención por parte del Estado que responda de manera integral a sus necesidades específicas. (Fuente: www.latinamerica.undp.org)